Friday, November 17, 2006

La figura diáfana de la juventud

No hace mucho me encontraba caminando por Paseo de la Reforma , cruzando los plantones de la resistencia civil de Andrés Manuel López Obrador. En aquella ocasión iba rumiando algunos pensamientos así que no caminé a través sino a un lado de los campamentos. Dos jóvenes que no superaban la veintena se acercaban caminando por el mismo bando en dirección contraria. Al momento de cruzarlos fue inevitable no escuchar parte de su conversación:

-A estos, deberían meterles al ejército como en el 68, ¿no?

Y con su pregunta iba implícita una respuesta. Más que la afirmación aquel joven buscaba la aprobación. El ¿…, no? sin convicción. La sorna que aspira a ironía pero esconde la trampa del consenso. La búsqueda de un modelo de hacer política que generaciones anteriores han desterrado del conciente colectivo.

Conversaciones así no son raras entre la juventud actual. Yo mismo he presenciado y he sido parte de muchas de ellas. La respuesta “kitsch” ante lo temas cotidianos de la política y el gobierno. La vulgarización, la alienación, el desprecio convertido en indiferencia se ha vuelto el común entre las opiniones de los jóvenes. Este comportamiento esconde un poco de ignorancia y un mucho de temor.

Tradicionalmente se entiende la política como el ejercicio del poder y las formas legales y/o sobreentendidas para acceder a él. La persecución del poder necesariamente obedece al fin de superponer nuestra carga ideológica a otros. La política es entonces una actividad muy humana y personal que practicamos en todos los ámbitos de la vida. La orientación ideológica está siempre presente en su práctica. Es mentira entonces que exista algo como la ignorancia política.

Por otro lado, esta actitud responde también a un temor embebido en los espíritus jóvenes. Desde tiempos más antiguos en que niños o adultos muy jóvenes podían llegar a ser reyes o grandes líderes militares paulatinamente hemos excluido a los jóvenes de la praxis política y el poder público. La mayoría de nuestros “políticos profesionales” rebasa la treintena y el grueso de los adultos jóvenes involucrados en los laberintos del poder institucionalizado no detenta en si ningún liderazgo real o una voz que sea tomada en cuenta. Poco a poco hemos hecho del debate público una actividad de viejos. Muchas veces también hemos sucumbido ante el discurso retórico y vacío de la autoridad. El mito de la juventud como sinónimo de ignorancia o imprudencia se ha vuelto tan común y tan arraigado que es casi un dogma. El mito de la juventud como una etapa de irresponsabilidad no está sustentado en nada (Julio César guiaba ejércitos enteros antes de los veinte) pero es parte del paradigma social actual.

Tristemente así es como racionalizamos la exclusión de la juventud de estas actividades. El servilismo y el conformismo son “virtudes” mejor apreciadas en el seno de las cúpulas de aquellos que tienen el poder, que la crítica o el escepticismo. Los argumentos de autoridad pesan más que los de la razón. Y así caemos en la falacia de la ambigüedad, o la admisión de un enunciado no relacionado con un argumento debatido. Si aceptamos que no tenemos todas las respuestas entonces debo aceptar que las formas actuales son la respuesta. Si admito que la historia es muchas veces escrita por los vencedores entonces toda la historia es falsa, o peor aún, soy incapaz de cuestionar la historia pasada porque no la viví (“Yo viví el comunismo y tú no, por lo tanto, mi visión es más correcta que la tuya sobre el tema”; noción a todas luces falsa). Si acepto que algunos fascistas empezaron siendo demócratas entonces todo demócrata es un fascista en potencia (o la muy común: “todos son iguales”). Si no trabajo en el gobierno entonces no puedo criticarlo (“no sabes cómo funcionan las cosas en el mundo real”). Si no he sido víctima de la discriminación entonces no puedo condenarla (“¿para qué te preocupas por la censura a los libros de texto gratuitos si ni siquiera hijos tienes?”).

Este panorama es culpa de los jóvenes igualmente. La exclusión también ha sido propia y con razón. La atmósfera poco propicia de la política institucional y la falta de espacios en los partidos políticos han provocado el movimiento de las mentes jóvenes a espacios más propicios a la innovación y a la crítica. El panorama que nos venden a través de los medios es el de impotencia, de trivialidad y de frivolidad. Desde los pantalones y playeras con el rostro estilizado del Che Guevara, hasta los comerciales de frituras simulando un debate presidencial, todo es parte de los métodos de manipulación de opinión pública. En palabras de Walter Lippmann: “Con ayuda de una ilusión estadística sutil, unas falacias lógicas intrincadas y algunos obiter dicta introducidos de contrabando, resulta casi automático caer en la propia trampa, para luego entrampar a la sociedad”. En si, la idea que se vende es que no es prudente exigir los cambios, todas las opciones son iguales, las mejoras llegaran por si mismas, las críticas deben ser de café, sin riesgo ni compromiso.

He ahí el meollo del asunto. En la participación y la colaboración colectiva de todas esas voces críticas que están en el clóset. La protesta sin activismo cae en oídos sordos. La formación de opinión por parte los medios es también la aceptación tácita de la situación actual.

Como ejemplo tenemos los video-escándalos. Un lugar común para detractores de la izquierda. Una manipulación muy bien orquestada de medios. Un funcionario capitalino emboscado y furibundos ataques que duran hasta el día de hoy. La condena pública merecida es, sin embargo, poco proporcionada. En otro extremo, tenemos videos de un empresario pederasta, conversaciones telefónicas con un cercano colaborador que al parecer estaba al tanto de todo, grabaciones de éste último con un gobernador y un senador en flagrante tráfico de influencias. Pero en este caso la condena pública no ha sido de ninguna manera justa con el tamaño la ofensa. La pederastia es un delito mucho más grave que el desvío de recursos o que un delito electoral, y sin embargo, en estos casos no vimos payasos emboscando gobernadores o senadores, ni “líderes de opinión” rasgando sus vestiduras.

El problema no son los medios, a pesar de que deberíamos exigir de ellos objetividad y profesionalismo, a final de cuentas son un negocio y siempre se moverán de acuerdo a intereses ocultos o evidentes. El problema es más de compromiso. De la voluntad de no caer en la trampa del determinismo y el conformismo. De investigar, sopesar y hacernos de una opinión. De usar el escepticismo y la razón para no ser masilla de los que están en el poder. Los derechos se usan o se pierden. El Dr. Carl Sagan lo explicaba mejor en el libro “El mundo y sus demonios”. De nada sirve tener derecho a la libre expresión si siempre vemos con malos ojos a quienes critican al gobierno, de nada sirve la libertad de prensa si nadie hace preguntas, de nada sirve el derecho de reunión si nunca hay protestas, de nada sirve la separación de Iglesia-Estado si nadie respeta el muro que las separa, de nada sirve la democracia si a lo que aspiramos es a una autoridad sin resistencia. De nada sirven los derechos civiles si lo que queremos es una paz artificial. Ese es el papel que históricamente ha jugado la juventud, el papel de crítica y conciencia; el papel del revolucionario y evolucionario. Hace mucho que en México hemos renunciado a ese papel, hemos de recuperarlo. Hemos de informarnos, organizarnos y exigir el espacio que necesariamente nos corresponde en un país joven. Cuestionar y proponer. Rechazar a los que quieren decirnos qué pensar y empezar a hacerlo por nosotros mismos. Dejar de ser el Tío Tom de la novela de Harriet Beecher y retomar el legado de Juárez, Flores Magón, Madero y Vasconcelos. Si no lo hacemos, todos los discursos de libertad y democracia, son pura palabrería patriótica, material electoral y nosotros consumidores ingentes de una democracia simulada.

Fernando Velázquez

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